13 enero 2007

Un mes sin Loyola de Palacio (Texto de su funeral)


El cardenal arzobispo de Madrid en el funeral por doña Loyola de Palacio
Un servicio cristiano a lo más noble

El cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, pronunció una emotiva homilía en el funeral de doña Loyola de Palacio, el pasado 21 de diciembre, en la catedral de La Almudena. Dijo en ella:

“Doña Loyola de Palacio nació en el seno de una familia numerosa, enraizada en la tradición de la fe cristiana, amante de su tierra vasca y abierta siempre, y generosamente, a las inquietudes y tareas comunes de España. Europa, la Europa unida, surgida de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial con el aliento inspirador y decisivo de su alma cristiana, fue, además, para nuestra hermana horizonte hacia donde proyectó años e ilusiones de una vida madura humana y espiritualmente en el servicio a las causas más nobles, propias de la vocación política que ella sentía y ejercía cristianamente: la causa de la dignidad de la persona humana y del respeto y promoción de los derechos fundamentales e inalienables que le pertenecen, la causa de la genuina libertad que no se doblega ante el terror, la de la solidaridad con los más débiles y la del bien común, buscado y realizado en la concordia, la comprensión mutua y la unidad entre las personas y las familias, y entre los pueblos dentro de España y más allá de las fronteras patrias. Mujer valiente, animosa, perseverante en sus afanes, firme en sus convicciones más profundas y fiel al amor de los suyos y a la noble amistad.
Su muerte, acaecida después de una corta e insidiosa enfermedad, nos evoca la parábola evangélica del ladrón que irrumpe inesperadamente en la noche de nuestras vidas o, mejor aún, la de la imagen del Esposo que llega sin avisar y al que es preciso esperar vigilantes con las lámparas de aceite, encendidas, siguiendo el ejemplo de las doncellas prudentes; y nos sitúa, sobre todo, dura y descarnadamente, ante el misterio de la muerte. ¿La muerte es el final último y definitivo del ser querido?; ¿de uno mismo que se hace la pregunta y la proyecta sobre su propio destino, e incluso, sobre el destino de la Humanidad? ¡No, no puede ser que haya que definir al hombre, como lo ha hecho alguno de los más famosos pensadores del siglo XX, vacilante en la interpretación práctica de su propia existencia y un tanto angustiado por el desciframiento de la verdad de la existencia humana, como un ser para la muerte! El hombre, ¡todo hombre!, siente en lo más íntimo de su ser no sólo el deseo biológico de la pervivencia, sino el aliento indomable del espíritu que reclama vida para siempre: ¡eternidad!
Y, ciertamente, si la persona humana enclaustra su razón en el estrecho y cerrado recinto de la experiencia empírica de los puros sentidos, y si se resiste a abrirse al espacio luminoso, y trascendente de la verdad, sin miedo a la luz de la fe y, por ello, a la verdad del Logos de Dios, del Dios que es amor, como ha comentado reiteradamente nuestro Santo Padre Benedicto XVI, desde su encíclica de la Navidad del año pasado, hasta su lección académica del 12 de septiembre pasado en la Universidad de Ratisbona, entonces sucumbirá ante el enigma terrible de la muerte, incapaz de explicarla intelectualmente, e impotente para afrontarla vitalmente con la fuerza interior de la esperanza y con la apuesta decidida por el amor, cuando ella pasa sigilosa o clamorosamente a nuestro lado o viene directamente a nuestro encuentro. Ante el misterio de la muerte, la razón, iluminada por la fe cristiana, proclama y enseña la verdad del Misterio de la Vida.

La esperanza, mayor que la tristeza

Sí, con nuestra celebración del Sacramento por excelencia de esa victoria pascual de Cristo estamos afirmando con la grandeza y, a la vez, la humildad de nuestra plegaria eucarística, que nuestra esperanza es mayor que nuestra tristeza, que nuestro amor es mayor que nuestros olvidos egoístas y nuestras comunes indiferencias al orar por ella, nuestra hermana Loyola, a quien el Señor llamó a su presencia para que pueda ser, para siempre y eternamente, hija del Padre que nos dio a su Hijo, a fin de que podamos vivir aquí en la peregrinación de la Historia y, finalmente, en la patria del cielo como hijos de la familia definitiva y gloriosa de los Hijos de Dios.
En la tarde de la Vida seremos examinados del amor, recordaba bellamente san Juan de la Cruz, y el gran director de almas que fue san Ignacio de Loyola termina la cuarta y última Semana de sus Ejercicios espirituales con una meditación para contemplar amor. Hoy, nosotros, con la certeza de la esperanza cristiana y con la oración de súplica, compartida amorosamente en esta Eucaristía por nuestra hermana Loyola de Palacio, unimos nuestros corazones en una plegaria ferviente: ¡que su respuesta al Señor, la de su vida y la de su muerte, haya sido una respuesta de amor!
¿Y cómo no vamos a esperar confiadamente, apoyados en la oración suplicante, en que la Virgen Santísima la haya visitado en el día de su muerte, la haya presentado y acompañado, junto con su Hijo Jesucristo, en el paso definitivo a la Casa del Padre?”

Antonio Mª Rouco Varela

http://www.alfayomega.es/revista/alfayomega526/aqui_ahora/R2.HTM