16 enero 2007

Loyola Por Manuel Millán


Testimonio de Loyola.

Acaba de fallecer y tenía 56 años. Era la política encarnada en el puro compromiso, el vigor y el rigor de los principios, el eje vertical de los valores que configuran el ser de una personalidad única. Siento en el alma lo ocurrido a una mujer que reunía todas aquellas connotaciones que definen a un vasco de naturaleza, a un político de vocación. Me parecía a menudo una caña que el vendaval político de nuestra España huida podía doblegar sólo hasta cierto punto, ya que su verticalidad inalterable le permitía prescindir sólo de lo accidental, pero nunca el olvido de lo esencial. Loyola de Palacio fue la pura sustancia, la honestidad sin tapujo que a veces cuenta poco en el hacer de la política o en el compromiso de gobierno. Decir lo contrario sería negar a Loyola, la brava, la sólida, la consistente, la prudente. Ninguna renuncia en el compromiso.

La conocí desde los orígenes de Alianza Popular en los años 70, en la calle Silva de Madrid, jovencísima, entregada al trabajo que admiraba a todos por su temple de acero. A su lado no había lugar para los vacilantes, ni para aquellos que carecieran de una visión de España consistente. Peleé a su lado en múltiples batallas de partido; sentí su liderazgo en el Congreso de los Diputados; me asombró su coraje al confrontar su dialéctica parlamentaria en los años 90. Era una referencia entre quienes nos denominábamos familiarmente “patas negras” del PP. Rompía los esquemas, mujer brava y combativa, en todas las causas que emprendía. Nada se le resistió nunca, pues era ella la más consistente de todos nosotros, sin perseguir en momento alguno un liderazgo que le era simplemente connatural. Por eso la viví tan de cerca y comulgué con ella tantas ideas y tantos principios, tal vez hoy en desuso en un universo de profetas derrotados, de politiqueros sin alma, de buscadores de fortuna o de poder para hallar gratificación particular más que utilidad pública o bien común. Ciertamente eran estas nociones provenientes de un concepto cristiano de la existencia o de una visión humanista de la sociedad. Loyola era un paladín de todo ello, con un vigor proverbial capaz de dominar los peores tragos, como el que ahora le ha vencido para nuestra desgracia, o el desuso por parte del partido en que la dejaron vergonzosamente después de su brillante paso por Bruselas.

Con ese sentimiento de la vocación política inicié yo mi andadura en la Barcelona de 1970, fundando el Club Ágora, y después Reforma Democrática Española, y Reforma Democrática de Catalunya en 1975-76. Dejo para el trabajo de los historiadores lo que aquello significó, pero debo de consignar que desde esa orilla amanecieron no pocas iniciativas en Catalunya que posibilitaron la unión de esfuerzos con otros grupos políticos que se movían en la clandestinidad o el antifranquismo (UMD, Vázquez Montalbán, Jordi Pujol, Pèrich, Bofill, José Miguel Abad, Gutiérrez Díaz, Agustí de Semir, etc. etc.) De ahí surgió el famoso reto a la corrupción franquista en Barcelona (Barcelona, ¿dónde vas?, de Eduardo Moreno y F. Martí Jusmet) que cancelaría la carrera política del alcalde Porcioles y otras cosas más. Era un entendimiento reivindicativo de la ética como fundamento de la política. Tal vez un idealismo desaforado que serviría para nutrir de puentes a lo que fue, luego, la Transición.

Mi amiga Loyola entendió siempre ese ánimo puritano de nuestros afanes, que Manuel Fraga capitaneó, no sin arriesgar incomprensiones y calumnias, pues el sistema anterior había perdido su norte y la estimación justa de la realidad. Guardo todavía en mis archivos no pocas cartas acusatorias o incompatibles con la visión reformista que postulábamos. Se rompían muchos esquemas que se habían esclerotizado en los en los acomodaticios ciudadanos del final del franquismo. De ahí que, al escribir estas notas, me duela el alma, como a Miguel Hernández en la oda por su amigo muerto, la repentina desaparición de esta gran mujer que fue, un referente perenne en la historia del centro-derecha español de esa Democracia nacida de la Constitución de 1978. De ahí también que quiera reconocer públicamente su grandeza, su ejemplo, para quien la ética era el fundamento y la justificación del hacer político. Con este triste adiós rindo homenaje entrañable a mi compañera de alma, Loyola de Palacio, quien desde Houston (USA) me dijo por teléfono en el pasado octubre: “He llegado casi muerta, Manolo, pero lucharé hasta el final”. Su final llegó ya. Gracias, Loyola.

Manuel Milián Mestre.