22 junio 2014

Firme y tenaz


Manuel Millán Mestre habla de Loyola de Palacio y de Reyes Montseny

De la miseria humana y la política

Por Manuel Milián Mestre

Publicado por Manuel Milián Mestre en "El Mundo", edición de Cataluña. (Reyes Montseny)

Un día de 1976 acudió a mi despacho del Diario de Barcelona un señor de Lleida apellidado Montseny. Dicho caballero me vino recomendado por un amigo, el periodista Emilio Romero. Él y su familia, me manifestó, querían colaborar de algún modo con el proyecto político de Manuel Fraga, aquella inicial Alianza Popular. Le atendí y lo incorporé al núcleo de los primeros militantes de lo que hoy es el PP. Al poco tiempo volvió con su hija Reyes: “Manolo, mi hija viene a cursar Derecho en la Universidad, y ella que es joven pienso que podría ayudaros en la tarea política”.

Aquella muchacha mostró desde un comienzo un ánimo por hacer bien las cosas y una vocación enorme por la política y la honradez en el ejercicio de la misma. Fue mucho más que una militante entusiasta; con el paso de los años supo de verdad lo que eso significaba en la vida de los partidos políticos de los 80: zancadillas, provocaciones, puñaladas traperas, calumnias, decepciones y toda esa retahíla de maldades que anidan en las minorías de ambiciosos, a menudo sin escrúpulos, empeñados en la conquista del poder, primero en el aparato, y después en las listas cerradas o en los cargos públicos. A la entusiasta Reyes Montseny le sacudieron por doquier. No se plegaba fácilmente a caprichos ajenos; no se resignaba a la indecencia y los negocietes que veía entre ellos; ni tragaba como proba funcionaria de la Seguridad Social con las irregularidades, injusticias y pingües aprovechamientos personales, con los que más de uno se forjó su hoy saneado patrimonio.

Un día Fraga y el que suscribe logramos ubicarla en las listas al Congreso de los Diputados. Era ya iniciados los años 90, y Reyes, mujer de principios y combativa, ocupó su lugar en el Congreso cumpliendo excelentemente con su deber hasta que algún cacique barcelonés del Partido Popular logró apearla de la lista en 2004. Fue su dolorosa derrota moral y psicológica. Ni lo entendió, ni lo aceptó. La amargura del desencanto empezó a roerle las entrañas hasta que los hechos le demostraron que ni el PP era su soñado partido respetable, ni la meritocracia de la que Fraga había hecho razón de ascensos en las carreras individuales, era adecuadamente observada; ni tampoco se valoraba el trabajo, el cumplimiento del deber, la responsabilidad escrupulosa o, si quiera, la punición de las irregularidades que ella detectaba. Todo lo contrario: quienes más arbitrariamente procedían en beneficio propio de sus carreras o de sus apetitos desordenados de poder, mayor escalada obtenían en los cargos, gracias a sus “bellas artes” privadas o el cultivo del nepotismo amical. Y fue la mano de Javier Arenas la que acabó cebándose en determinados elementos cuyo sentido de la responsabilidad personal no admitía componendas.

La guadaña llegó a su lista, y Reyes tuvo que regresar a su casa sin resignarse a ello. No comprendió que la injusticia fuera moneda de uso legal en su amado partido de Cataluña. Creía en Mariano Rajoy y los años le mostraron su ceguera. Don Mariano, según ella, no había dejado a nadie del partido original, llenando el minarete –en feliz expresión de Miguel Herrero de Miñón- de oportunistas políticos que, no sólo enferman por el poder sino que se han eternizado en él desde los tiempos de la fútil UCD que apenas resistió dos telediarios. Eran los hijos y nietos del franquismo. El núcleo de su casta que se resistían a perder su posición en la oligarquía de siempre. A medida que se fue cayendo el velo de sus ojos, Reyes endureció su crítica hacia los suyos y la amargura y el dolor penetraron en su espíritu. Finalmente llegó la enfermedad cruel, tal vez el supremo desengaño de la política y de la vida. Con apenas unos meses el cáncer la ha derrotado. El pasado 11 de junio, mi amiga Reyotas –como yo la denominaba- dijo su adiós definitivo en el discreto silencio y la humildad de las buenas personas.

Bien me hubiera gustado pronunciar una oración fúnebre ante su cadáver como la que Stefan Zweig pronunciara en París ante los despojos de su amigo el gran escritor Roth, de raza judía y convertido al catolicismo, maldito y menospreciado por los suyos. Zweig lo reivindicó con palabras hermosas y brillantes y en un gesto sin precedentes a la vera ya del Holocausto. Así me sentí yo en el tanatorio ante su cadáver, indignado por el sufrimiento y la soledad de esta mujer de 65 años, a la que su amor al partido y a la política le colmó de decepciones.

Acudimos al funeral sus amigos, y muy pocos del PP actual, si bien media docena de ellos en un claro testimonio de amistad y de reconocimiento estuvieron a su lado en esa hora final. Pero nadie, nadie, de la cúpula oficial del PP catalán se dignó a acudir a despedir a una de sus primeras militantes –“Pata negra” como a ella le gustaba llamarles- y de sus más empeñadas diputadas. En ese momento me apercibí de la miseria humana de un partido que lamento haber fundado en 1974-75. El contrapunto lo pusieron otras personas, con otros sentimientos, como Rodrigo Rato, Blanca Fernández Capel, ex diputada por Granada, o Carmen, su gran amiga, ex diputada por Castelló o Juan Rosell, Presidente de la CEOE, Antonio Ainoza, y el Alcalde de Badalona o ese excelente militante que siempre fue Daniel Sirera y algunos más. Un triste adiós y concluyente: ¿Merecen la política o los partidos de la casta entregar lo mejor de la vida de una mujer de vocación ante semejante ingratitud final? He ahí mis dos conclusiones: hay que rajar de arriba a abajo esta clase política lamentable; y en segundo lugar, si no se da una sólida base de humanidad en los políticos, la política será tan solo una gran mentira. Casi una indignidad.

Barcelona, 15 de junio de 2014

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  El 18 de diciembre de 2006 había publicado el siguiente artículo, referido a Loyola: Testimonio de Loyola.

Acaba de fallecer y tenía 56 años. Era la política encarnada en el puro compromiso, el vigor y el rigor de los principios, el eje vertical de lo
s valores que configuran el ser de una personalidad única. Siento en el alma lo ocurrido a una mujer que reunía todas aquellas connotaciones que definen a un vasco de naturaleza, a un político de vocación. Me parecía a menudo una caña que el vendaval político de nuestra España huida podía doblegar sólo hasta cierto punto, ya que su verticalidad inalterable le permitía prescindir sólo de lo accidental, pero nunca el olvido de lo esencial. Loyola de Palacio fue la pura sustancia, la honestidad sin tapujo que a veces cuenta poco en el hacer de la política o en el compromiso de gobierno. Decir lo contrario sería negar a Loyola, la brava, la sólida, la consistente, la prudente. Ninguna renuncia en el compromiso.

La conocí desde los orígenes de Alianza Popular en los años 70, en la calle Silva de Madrid, jovencísima, entregada al trabajo que admiraba a todos por su temple de acero. A su lado no había lugar para los vacilantes, ni para aquellos que carecieran de una visión de España consistente. Peleé a su lado en múltiples batallas de partido; sentí su liderazgo en el Congreso de los Diputados; me asombró su coraje al confrontar su dialéctica parlamentaria en los años 90. Era una referencia entre quienes nos denominábamos, familiarmente, “patas negras” del PP. Rompía los esquemas, mujer brava y combativa, en todas las causas que emprendía. Nada se le resistió nunca, pues era ella la más consistente de todos nosotros, sin perseguir en momento alguno un liderazgo que le era simplemente connatural. Por eso la viví tan de cerca y comulgué con ella tantas ideas y tantos principios, tal vez hoy en desuso en un universo de profetas derrotados, de politiqueros sin alma, de buscadores de fortuna o de poder para hallar gratificación particular más que utilidad pública o bien común. Ciertamente eran estas nociones provenientes de un concepto cristiano de la existencia o de una visión humanista de la sociedad. Loyola era un paladín de todo ello, con un vigor proverbial capaz de dominar los peores tragos, como el que ahora le ha vencido para nuestra desgracia, o el desuso por parte del partido en que la dejaron vergonzosamente después de su brillante paso por Bruselas.

Con ese sentimiento de la vocación política inicié yo mi andadura en la Barcelona de 1970, fundando el Club Ágora, y después Reforma Democrática Española, y Reforma Democrática de Catalunya en 1975-76. Dejo para el trabajo de los historiadores lo que aquello significó, pero debo de consignar que desde esa orilla amanecieron no pocas iniciativas en Catalunya que posibilitaron la unión de esfuerzos con otros grupos políticos que se movían en la clandestinidad o el antifranquismo (UMD, Vázquez Montalbán, Jordi Pujol, Pèrich, Bofill, José Miguel Abad, Gutiérrez Díaz, Agustí de Semir, etc.) De ahí surgió el famoso reto a la corrupción franquista en Barcelona (Barcelona, ¿dónde vas?, de Eduardo Moreno y F. Martí Jusmet) que cancelaría la carrera política del alcalde Porcioles y otras cosas más. Era un entendimiento reivindicativo de la ética como fundamento de la política. Tal vez un idealismo desaforado que serviría para nutrir de puentes a lo que fue, luego, la Transición.

Mi amiga Loyola entendió siempre ese ánimo puritano de nuestros afanes, que Manuel Fraga capitaneó, no sin arriesgar incomprensiones y calumnias, pues el sistema anterior había perdido su norte y la estimación justa de la realidad. Guardo todavía en mis archivos no pocas cartas acusatorias o incompatibles con la visión reformista que postulábamos. Se rompían muchos esquemas que se habían esclerotizado en los acomodaticios ciudadanos del final del franquismo. De ahí que, al escribir estas notas, me duela el alma, como a Miguel Hernández en la oda por su amigo muerto, la repentina desaparición de esta gran mujer que fue, un referente perenne en la historia del centro-derecha español de esa Democracia nacida de la Constitución de 1978. De ahí también que quiera reconocer públicamente su grandeza, su ejemplo, para quien la ética era el fundamento y la justificación del hacer político. Con este triste adiós rindo homenaje entrañable a mi compañera de alma, Loyola de Palacio, quien desde Houston (USA) me dijo por teléfono en el pasado octubre: “He llegado casi muerta, Manolo, pero lucharé hasta el final”. Su final llegó ya. Gracias, Loyola.

Manuel Milián Mestre.
Barcelona, 18 de diciembre de 2006
El Mundo, edición Catalunya

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