Viernes, 20 de octubre de 2000
publicado en El Mundo
Después de la Cumbre de Biarritz, los 15 países miembros de la Unión Europea han aplazado, según parece, una vez más, la resolución de los problemas pendientes. No le queda demasiado tiempo a la UE para perderse en discusiones bizantinas sobre cuestiones accesorias. Está en juego nada menos que la continuidad de la construcción común de esta Europa de los 15 que dentro de muy pocos años se convertirá en la Europa de los 30.
Apenas nos separan dos meses de la Cumbre de Niza y resulta indispensable reconocer con valentía que se ha avanzado muy poco. El Tratado de Amsterdam no logró resolver los problemas que quedaron pendientes en Maastricht. Quedaban así los llamados residuos de Amsterdam, que no deben de ninguna manera convertirse dentro de tres meses en los residuos de Niza. Porque Niza es el último plazo que la Unión Europea se ha concedido para codificar su nueva estructura institucional como condición previa a la admisión de los estados europeos candidatos.
La fórmula para salvar las dificultades de la reforma institucional previa a la ampliación es tan simple como difícil. Se reduce, a fin de cuentas, a que empecemos a hablar claro, sin redactar cada propuesta en un habilidoso envoltorio de ambigüedades que las convierten en ininteligibles. A veces, las ideas se pierden entre un torrente de artificios verbales; otras, la iniciativa está tan lejos de la realidad europea que es estéril por el desajuste con la circunstancia actual.
Por desgracia, y ante la evidente situación crítica en la que vive una Unión que tiene el deber moral de acoger a los europeos que vivieron al otro lado del telón de acero, crecen actualmente versiones para todos los gustos sobre el porvenir de la organización en el tercer milenio. Vivimos bajo la carga torrencial de doctrinarios federalistas, confederalistas, intergubernamentalistas y algunas otras especies de la biblioteca política.
Se trata ahora de fijar el contorno de las instituciones actuales con claridad meridiana y de ofrecer a los pueblos europeos fórmulas viables y fáciles de entender, al estilo de aquellas precisas reglas del Tratado de Roma. Niza no debe repetir las confusiones y aplazamientos de cuestiones esenciales que rebosan entre las letras del Tratado de Amsterdam. De ninguna manera puede permitirse el lujo de trasladar sus contradicciones a un hipotético Tratado de Estocolmo, Bruselas o Madrid para saber por fin cuál es la ponderación de los votos de los Estados miembros en el Consejo de Ministros de Asuntos Generales o los casos de aplicación de la regla de mayoría cualificada o el número de comisarios de la Europa ampliada o las normas que regulen las cooperaciones reforzadas.
Todos estos puntos deben quedar resueltos en Niza. Se han de adoptar incluso fórmulas inéditas que permitan, dentro del edificio colectivo, afrontar nuevos problemas a condición de mantener la regla de que ninguna ampliación debe hacerse en contra de los equilibrios económicos e institucionales vigentes.
De los tres famosos residuos de Amsterdam, los dos decisivos son la multiplicación de los votos por mayoría -rompiendo la hasta ahora sacrosanta presencia del veto- y la reponderación de los votos de cada país en función de su riqueza y de su población. Sería sencillamente incomprensible que con la entrada de nuevos países -casi todos ellos, salvo uno, poco poblados- pudiese un grupo de países que representara la mayoría de la población perder una votación porque la ponderación de votos así lo permitiese. Es una cuestión tan clara que ni los países pequeños pueden negarse a ella, aunque es comprensible que reclamen como contrapartida ciertas garantías.
Para evitar la parálisis de la Unión Europea, el rico ingenio de los juristas inventó en el Tratado de Amsterdam la figura de las llamadas cooperaciones reforzadas. En su seno, determinados países interesados por una operación concreta podrían llevarla a cabo sin esperar la incorporación del resto de los estados de la Unión. La fórmula era hábil y permitía que la Unión Europea avanzase con un centro de gravedad, o una vanguardia, o un núcleo duro, o un puñado de pioneros -apelativos todos con los que se ha bautizado a los países que, en su momento, emprendan por su cuenta trabajos sin contar más que con ellos mismos-. Es evidente que, si bien las condiciones para la creación de estas vanguardias reciben en el nuevo tratado un texto menos complicado que el establecido por el Tratado de Amsterdam, esta fórmula aparece como una escapatoria legal a la extensión del régimen de voto por mayoría cualificada. El presidente del Gobierno español, José María Aznar, ha advertido, con razón, de los peligros que la práctica desordenada de este tipo de acuerdos puede convertir a Europa «en un rompecabezas».
Personalmente, no concibo una Europa donde funcionen con independencia una serie de bloques empeñados en acciones diferentes. En ningún caso en lo que se refiere a materias relacionadas con el primer pilar y, de forma limitada, en lo que se refiere al segundo y al tercer pilar, entre otras cosas porque la fuerza de Europa es su unidad, bien pactada y admitida por todos los Estados miembros.
El último residuo de Amsterdam era el tamaño de la Comisión Ejecutiva, célula indispensable del equilibrio institucional entre el Parlamento y el Consejo de Ministros. Sobre esa cuestión circulan tantos proyectos que más vale centrar la discusión sobre la necesidad y utilidad del Colegio de Comisarios, ya que éste encarna el núcleo institucional que mantiene en pie el sistema comunitario. La Comisión y el Parlamento europeo -elegido éste por sufragio universal entre la ciudadanía de todos los Estados miembros- constituyen el cimiento comunitario donde se asienta ese delicado equilibrio entre Estados miembros y Comunidad que desde hace casi medio siglo ha mantenido la naturaleza original y, como se ha dicho, sui generis de la Unión Europea. Preocuparse por cuántos miembros tendrá el Colegio de Comisarios cuando sea efectiva la ampliación es, a mi entender, un asunto menor. El verdadero dilema es convertir a la UE en una estrecha alianza intergubernamental, más o menos disfrazada de federación o confederación, o continuar con las necesarias adaptaciones del actual sistema comunitario, al que convendría rendir en estas épocas revueltas el homenaje que se merece por su Historia.
En Niza será necesario decidir con claridad llamando al pan pan y al vino vino, escapando por fin de un tiempo de ambigüedades que, como ha dicho exactamente el presidente de la Comisión, Romano Prodi, ha marchado entre el miedo y la confianza. Hablando claro, lo que hace falta es que los europeos creamos en Europa. Se nos repite el eslogan de que «hace falta más Europa», y estoy de acuerdo, pero quiero añadir que lo que hace falta sobre todo son más europeos.
Loyola de Palacio es vicepresidenta de la Comisión Europea.