23 septiembre 2008

El desafío global de la energía, por Ana Palacio


Lunes, 15-09-08

EL pasado cuatro de junio, en una entrevista concedida al Financial Times, el presidente Zapatero afirmó que no entraba dentro de los planes del gobierno aumentar la capacidad energética de nuestro país mediante la construcción de nuevas centrales nucleares, ya que eso debilitaría -esas fueron sus palabras- el esfuerzo del ejecutivo a favor de las renovables. En enero, y preguntado por la misma cuestión, ofreció la siguiente respuesta: «No pensamos incrementar la energía nuclear en nuestro país, sino reducirla en función de la demanda energética global». La realidad es muy distinta a la que dibujan estas declaraciones. No podemos descartar ninguna fuente de energía; cabe decir, incluso, que la energía nuclear es una opción insoslayable. Por otra parte, la demanda energética global a la que se refiere el Presidente no tiende a disminuir sino, muy al contrario, progresa de manera meteórica (entre 2000 y 2006 el consumo mundial de energía aumentó un 20 por ciento). Así, lejos de constituir una nota aislada al pie de la página de nuestro presente nacional, el reto de la energía es, sin duda, eje principal sobre el que va a pivotar la política internacional y nuestra vida cotidiana en los próximos años. O dicho de otra manera, para proyectar un mundo mejor, o más modestamente vivible para todos, el proceso de globalización no puede descarrilar. Debe ser incluyente y sostenible. Y ambas condiciones pasan por resolver el desafío de la energía.


Como defendió Loyola de Palacio desde la Comisión Europea, con la visión y la valentía intelectual que le caracterizaron, no hay desarrollo sin energía. En un proceso que se retroalimenta, la energía genera riqueza y ésta demanda energía para sustentarse y aumentar. En los últimos 25 años, 500 millones de personas han escapado de la pobreza más abyecta, que mantiene aún hoy a cerca de 2.000 millones de seres humanos contemplando desde la exclusión el proceso de globalización. 1.600 millones de personas en el mundo carecen de acceso a la electricidad, la mayoría en Asia y en el área subsahariana; precisamente en esas regiones donde se va a concentrar gran parte del crecimiento demográfico. Se estima que, en los próximos 30 a 40 años, la población mundial habrá crecido en un 50 por ciento. Son éstas cifras difíciles de asimilar en todo su significado y que, si se analizan en clave de abastecimiento energético, hablan por sí mismas y nos sitúan ante el hecho incuestionable de la enorme presión a la que está sometido el sector.


El caso chino es paradigmático. Para 2030 se espera que China supere a Estados Unidos y pase a ser el mayor consumidor de energía del mundo en términos absolutos. El pasado año, el gigante asiático aumentó su producción eléctrica en 100 GW. Para este año se espera una cifra similar, lo que significa que, aproximadamente cada diez meses, China incorpora capacidad equivalente a la total de España. Estas nuevas plantas, en su mayoría son de carbón -es decir altamente contaminantes-. Pero, frente al 2 por ciento de electricidad de origen nuclear hoy, sus dirigentes han emprendido un ambicioso programa que de inmediato significa la construcción de diez nuevas centrales con un horizonte por encima de los doscientos reactores. Sudáfrica, Brasil, y sobre todo la India anuncian una apuesta similar que contrasta con la miopía del Gobierno de España.


Y hablemos de sostenibilidad. Por primera vez en la historia de la humanidad, el deshielo permite circunnavegar el ártico; lo que no había sido posible en los últimos 125.000 años. Es una noticia triste que da cuenta de la virulencia del calentamiento del planeta. Si no se emprende un cambio radical en la política energética global, en 2050 la emisión a la atmósfera de gases nocivos podría doblar con respecto a 2000, lo que supondría un aumento de la temperatura del planeta de 6 grados. Las consecuencias que se barajan incluyen la inutilización para cualquier cultivo del 50 por ciento de la tierra en África, y el 30 por ciento en Asia. Ante esta perspectiva, por muy meritorio que pueda ser cualquier esfuerzo limitado a una esfera de acción nacional de cumplir los requisitos del protocolo de Kyoto mediante la intensificación de la explotación de las energías renovables (y la adquisición de energía a terceros países), si no se enjareta en una estrategia de dimensión global, no sólo lo haría insignificante sino incluso contraproducente porque, donde se podría haber hecho mucho, finalmente no se hizo nada. La posición privilegiada de Europa impone el compromiso de apostar por una política energética viable que sirva de modelo al mundo y que permita coordinar esfuerzos y recursos para lograr que el crecimiento de la Unión sea sostenible, y colaborar a que otras regiones del planeta en las que se va a librar la peor batalla del cambio climático alcancen también este objetivo. El conseguirlo pasa por la eficiencia energética, el compromiso activo con la conservación de las masas forestales, la inversión decidida en tecnología de renovables y carbón limpio. Y supone, necesariamente, una apuesta por la energía atómica.


Por encima de apriorismos ideológicos, la realidad es que la energía nuclear responde de manera paradigmática a las necesidades enunciadas, lo que la convierte en un elemento indispensable de un mix energético incluyente y sostenible. En lo que se refiere al respeto al medio ambiente, es equiparable a las renovables, mientras que en términos de coste resulta significativamente más rentable en el largo plazo. Además, frente a las renovables, el ritmo de producción de energía que ofrece es constante y seguro, al no estar limitado éste por imponderables ambientales (viento) o los ciclos naturales (luz solar), ni depender de suministros caracterizados por la volatilidad. La materia prima del combustible necesario para su funcionamiento, el uranio, se encuentra ampliamente distribuido -y en grandes cantidades- en distintas zonas del globo, tales como Canadá o Australia, caracterizadas por una asentada estabilidad política, en tanto que los reactores de cuarta generación, en los que ya están trabajando Francia y Estados Unidos permiten aventurar una optimización en su uso que convierta esas reservas en virtualmente inagotables.


Es obligado, de cualquier modo, debatir la cuestión de la seguridad y, como toda cuestión que afecta a toda la comunidad internacional, la energía atómica requiere abordar de manera coordinada la adecuada gestión de las instalaciones y de los residuos por ellas generados. Todos conservamos en nuestra retina el desastre de Chernobyl (un caso -hemos de recordarlo- único, acaecido en una planta claramente subestándar fruto de un sistema político viciado). Las llamadas centrales de tercera generación permiten, hoy ya, el reciclaje del 96 por ciento del combustible empleado en el proceso de producción de energía. Por el material nuclear que usan, exigen una tecnología adicional altamente sofisticada si se quiere destinar éste a usos ilícitos (armamento) y suponen una apuesta contundente por la seguridad, que permite conjurar el fantasma de la central soviética y combatir -además- de manera eficaz las miríadas de Chernobyles de baja intensidad que implica la emisión descontrolada de gases de efecto invernadero a la atmósfera.


Después de la del carbón y la del petróleo, la tercera revolución energética verde exige lucidez y responsabilidad colectivas si queremos conjurar que se materialice la gran crisis mundial del descarrilamiento de la globalización. La solución de la ecuación de la globalización no es la energía atómica por sí sola, pero sí pasa necesariamente por ella como componente insoslayable de una política que convierta el abastecimiento energético en un factor de armonía y progreso y no en una fuerza de exclusión e inestabilidad.