POR IGNACIO CAMACHO (ABC)
SI hubiese sido de izquierdas, el feminismo le habría erigido monumentos en vida; entre otras cosas fue, como vicepresidenta de la Comisión, la mujer española que más alto ha llegado en Europa. Como era del PP, admiraba a Fraga, servía a Aznar y creía en España, le colocaron remoquetes zumbones y sambenitos injustos, que sólo le quitó ayer, con dignidad que le honra, la vicepresidenta De la Vega en un elegante elogio parlamentario.
Guerra la bautizó como «la monja alférez», un mote envenenado que jamás habría dirigido a una correligionaria, pero que en el fondo venía a admitir la corajuda tenacidad de su carácter arrollador, indómito y porfiado. Más que como una monja alférez, Loyola combatía los problemas con el ímpetu de un sargento de lanceros bengalíes, y se bebía la vida a tragos largos y secos como una heroína de Chavela Vargas, cuyas rancheras le vi cantar una noche en Jaén, siendo ministra de Agricultura, tras pelearse a trompadas con el comisario Fischler para salvar las subvenciones a los olivos.
Fischler, que era un ogro austríaco capaz de comerse las aceitunas crudas en el árbol, la admiraba tanto como temía su combativa perseverancia. Esa terca insistencia con que se fajaba contra los italianos por las cuotas agrícolas españolas, y que más tarde, desde su puesto en la UE, le sirvió para imponerse a la burocracia bruselesa en tareas de una eficacia silenciosa, como acabar con el «overbooking» de las líneas aéreas o poner en marcha el proyecto de la sonda Galileo.
Le gustaba la política real, la que sirve para cambiar las cosas más allá de las intrigas de pasillo y las conspiraciones de salón, y se aplicaba a los proyectos con un denuedo implacable y un entusiasmo sin matices ni fisuras. Quizá por eso no perdía tiempo en maquillarse; era de esas mujeres que confían para iluminarse la cara en la fuerza interior que emana del espíritu y se proyecta en la lealtad abierta de una sonrisa.
Loyola de Palacio vivía como un tiro: conducía a toda velocidad, navegaba a todo trapo, cantaba a toda voz y se sumergía a pulmón libre. Cuando empezó a dolerle la espalda creyó que era una molestia del submarinismo, y descreyó de su tos sospechosa pegándole tientos a una botella de jarabe. Al saber que le había traicionado el cáncer reaccionó como siempre que se le planteaba un reto: levantando la cara y apretando los dientes para ofrecer una nueva batalla. Ésta era de las que casi siempre se pierden, pero en su breve curso no le faltó entereza para pelear con el mismo coraje con que defendía todas sus causas.
En la hora del adiós me cabe la duda de si su partido supo aprovechar, una vez fuera del poder, el caudal de energía de esta mujer tan valerosa y consistente, cuya agenda era una mina de influencia y de prestigio.
Una mujer que, sin hacer jamás bandera de feminismos sectarios, mostró con su impetuosa pujanza el alcance moral de una igualdad sin complejos. Qué digo igualdad; ya quisiéramos ver en la política española muchos hombres capaces de llegarle al tacón de sus zapatos.