25 mayo 2007

Archivo -verano en Galicia


Con Loyola en el fondo del mar

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En O Grove, a martes, 13 de agosto, siete semanas después del cambio de estación, se da por inaugurado el verano. La mañana empieza y ya molesta la fuerza del sol. Latitud, Rías Baixas. Hora, nueve menos cuarto, nueve, nueve y diez, veinte adultos y dos niños avanzan por el dique de O Grove hacia el pantalán donde está amarrado el Catalonia Uno , primer submarino catamarán del mundo. «¡Vienen!», alerta un tripulante. El plantel interrumpe la espera para disponer una travesía con inmersión en la boca de la ría de Arousa.

A la cabeza de la panda, dos avanzando a buen ritmo: Borja Oriol, presidente de Subibor y armador de la unidad; y Loyola de Palacio, comisaria europea de Transportes y Energía, marinera, pescadora, no hay quien pueda... Loyola es demasiado. No es tan puntual como Fraga, pero su paso lleva el ritmo de las zancadas presidenciales.

Viene de Abanqueiro con su hermana Itziar y un grupo de amigos; entre ellos, Íñigo Méndez de Vigo, ponente de la Carta Europea de Derechos Humanos; y Joaquín Domínguez Pereira, vigués residente en Sevilla empeñado en repoblar los atrios de las iglesias gallegas con los olivos que antiguamente suministraban los santos óleos y la ceremonia del Domingo de Ramos. Loyola le ayuda. Hace dos años plantó el olivito de la iglesia de Carril.

El Subcat S-30 sale ya con sus veinte pasajeros alborotando la cubierta. El submarino es resultado de un proyecto de investigación desarrollado en Marín durante diez años con un presupuesto de 15 millones de euros. Es el único diseño del mundo que navega en superficie y en inmersión, y que permite observar cómo se sumerge desde las ventanas. Mientras se dirige al lugar del descenso, Loyola cuenta la hazaña del último verano. «Pesqué un congrio de 20 kilos». Cuesta creerlo, repite. «Subí y les dije a los de la lancha que lo había visto, le calculé entre 15 y 20 kilos, no esperé, bajé y le disparé en un ojo; si no lo coges a la primera lo pierdes; 1,98, casi dos metros medía». Hace falta valor.

El congrio estaba riquísimo y los sargos y las robalizas también. Este año aún no bajó, se dedicó al windsurf, pero ya lo hará. Mucho mar. Otro agosto, su hermano y su hermana Urkiola le lanzaron un órdago: venirse a vela desde Lekeitio en un barco de nueve metros. «Pensaron que no iba a venir», pone cara de fardar. Borja aprecia el paso por Fisterra y ella corrige: «Qué va, es mucho más duro pasar Estaca». También son destemidos los De Palacio.

-¿De quién os viene?

-De aita , aita era buen pescador y buen marino.

El Catalonia Uno se para. En un punto señalado en la carta náutica como Faro das Pedras-Sálvores, los pasajeros pasan al tubo. Comienza la inmersión. Es de película. La escena del trasatlántico hundiéndose y los pasajeros espantados viendo por el ojo de buey cómo desaparece la línea de mar. Igual. Sólo que aquí no hay gritos. La peli no es de submarinos, no hay cargas de profundidad. A diez metros, el buque toca fondo. La sensación es la misma que en superficie, sólo cambia el paisaje. El agua está turbia y pasan gigantescas lechugas de mar, esas algas verdes; no se ven peces. «Hay mucho lodo, las bateas... está todo esquilmado, imagina este fondo hace treinta años», comenta alguien.

Un banquito minúsculo de peces minúsculos. Una estrellita de mar. Más algas. De pronto, un hombre rana al otro lado del cristal. Trae una nécora y una centolla. Al fondo se oye a Loyola determinando el sexo a un golpe de vista. Se las sabe todas. El buzo vuelve con un coral violeta, una estrella, una raya mosaico y, al final, un melgacho de barriga blanca, primitivo, fuerte, cabeza, aleta y dientes que meten miedo. «A veces les muerden a los buzos, la piel es como lija, la usaban para fregar las cubiertas de los barcos», dice el jefe de mantenimiento, Lino Argibay.

Se pasa bomba, pero qué pena, no aparece ningún pulpo. Probaron a enjaularlos para enseñar a los turistas, pero a los dos días empezaban a morderse y morían de estrés.

El fondo es maravilloso. Y ahora huele raro. Acaban de largar oxígeno en el tubo para mantener la proporción del aire real. Hay que subir, como un avión que despega; en menos de un minuto, arriba. Abordaje a otro catamarán, desayuno a media mañana, visión submarina de las bateas. Loyola no deja de explicar, sabe más que nadie, de mújeles, pintos, algas, golfos, mejillones... Incluso le apunta al armador un detalle para la mejora del diseño. Es que no para. Ahora ya está arriba, trepando al techo del submarino. De un lado para otro, alegre y curiosa allá donde va.

Archivado por D. Joaquín Domínguez Pereira

Publicado en La Voz de Galicia