10 mayo 2007
AL TRASLUZ
por EDUARDO AGUIRRE
TENÍA Loyola del Palacio el secreto de la belleza verdadera, ella a la que maliciosamente algunos reprochaban su aspecto monjil, como si tal aspecto tuviera algo reprochable. Sus facciones transmitían inteligencia e integridad, además de ese halo dickensiano de quienes se han visto obligados desde muy jóvenes a cargar con responsabilidades familiares, y las han aceptado como un fardo sagrado. Siempre me gustó. Siempre me pareció atractiva, como mujer y como política. Alguien me contó haber barrido con ella la sede del partido cuando era la responsable de Nuevas Generaciones. Junto a su hermana Ana crió a sus hermanos, al haber fallecido la madre; las madres siempre mueren demasiado pronto, aunque lo hagan en la ancianidad, nunca se está preparado para la pérdida. Años después fallecería el padre. Sí, quienes deben asumir responsabilidades educativas hacia sus hermanos se forjan en la ética del esfuerzo aceptado, y sus rostros quedan iluminados con el tatuaje bifronte de la alegría melancólica.
A poco que raspes en alguien sale el tipo de familia del que proviene. Como profesional, era de esa clase de personas en las que la inteligencia no es sólo memoria y fría eficacia, sino algo más, y ese algo más - intuyo- fueron sus convicciones religiosas. En política hasta lo importante es efímero, sólo permanece lo hecho desde la gestión y el gesto. Sus cometidos profesionales serán realizados por otros, pero ¿quién sustituye a lo que hay de único e irremplazable en un ser humano, en un rostro con nombre y biografía? La actividad política suele fracasar allí donde menos debería hacerlo: en las relaciones humanas. Un cargo no es nada si no hay detrás un corazón, no sólo una valía o una convicción ideológica. Adiós, señora.