2004
Aquel verano llegué a Galicia el día de Santiago, por la tarde, para disfrutar de un par de semanas de vacaciones. Hacía un calor agobiante, realmente bochornoso. El día siguiente estuve un rato con Loyola en su habitual residencia de Abanqueiro. “Este año no vamos a poder plantar juntos tus olivos. Tengo varios compromisos fuera de España y regreso mañana a Madrid. En los primeros días de agosto salgo para Grecia” me dijo.
Una pena. Yo había llegado desde Sevilla con varias plantitas de olivo para cumplir nuestro anual rito de repoblar los adros de las iglesias rurales pero lo que más sentía de su ausencia era prescindir de sus paellas en la Punta del Capitán, los baños en la Ría, el senderismo por la Curota o por el Umia o nuestras habituales charlas con los amigos gallegos alrededor de una botella de buen vino (un simposio, como dirían los griegos) mientras se guisaba el mero que ella había arponeado cerca de Aguiño esa misma mañana.
El 28 estuve cenando con Reyes, mi mujer, en “Altamira” un restaurante de la comarca arosana muy querido por nosotros. Pepe, su titular, no estaba. Sus hijos Lourdes y José me explicaron sus ausencia: “A Papá le han hecho una laringotomía. No se encuentra bien, se cansa mucho y viene poco por aquí. Pero le vamos a avisar de que está Vd. en el comedor pues tiene muchas ganas de verle”.
Efectivamente, a los pocos minutos apareció Pepe, sentándose a nuestra mesa. Aunque hablaba con dificultad, yo era bastante menos sordo que ahora y le entendía perfectamente. Me preguntó por Loyola a la que él había conocido cinco años antes por haber servido la comida el día en que Loyola amadrinó en Caldas la fundición de una de las campanas que los gallegos residentes en Madrid regalaron a la Catedral de la Almudena. Me dijo que tras su operación no se encontraba bien y que tenía muchísimo interés en que Loyola visitara su casa antes de que su enfermedad acabara con él. “No le prometo nada pero estoy seguro de que Loyola hará todo lo que pueda para venir cuanto antes por aquí”, le dije.
El día siguiente, 29 de julio, telefoneé a Loyola y le conté el caso. “No te preocupes –me dijo- mañana 30 iré a cenar con vosotros. Volaré por la tarde a Santiago y regresaré el día siguiente. No le digas nada a Pepe para que sea una sorpresa.” Dicho y hecho. Reservé una mesa para seis comensales donde tomamos asiento mi mujer Reyes, José Antonio y Ricardo Ríos y el que suscribe. Con nosotros estaba Pepe, al que habíamos avisado para que nos hablara de sus cosas. A la hora prevista llegó Loyola acompañada de su gran amiga Cristina Borrás. Nunca he visto una cara de felicidad como la de Pepe cuando la vió aparecer por la puerta del restaurante.
La cena transcurrió con gran animación. Especialmente contenta estaba Loyola, sin duda por la satisfacción que le producía haber podido proporcionar una alegría. Dimos buena cuenta de las delicias del mar, de la huerta y de la ganadería gallega que Lourdes y José nos iban trayendo, haciendo los honores como Dios manda al buen vino albariño que muy cerca de allí se elabora con, entre otras, las uvas que mi hermano Carlos produce. La sobremesa se fue alargando. Contra su costumbre, Loyola no se retiró antes de la medianoche. Ya era día 31. “Vamos a brindar –dijo Loyola poniéndose en pie con una copa en la mano-. Hoy es san Ignacio, el día de mi santo”. Brindamos en primer lugar por Loyola, después por Pepe, que con sus hijos se había unido al grupo y a continuación por España y por Galicia. “Y por Europa”, dijo Pepe que momentos antes había venido a decirnos que en la TV habían hablado de una encuesta norteamericana en la que Loyola figuraba como una de las mujeres más poderosas del mundo. Ya puestos, decidimos brindar también por el mundo mundial.
Horas después Loyola voló a Madrid. Felizmente Pepe se ha recuperado y casi no se acuerda de sus preocupaciones de entonces. Pero estoy seguro de que todos los que compartimos aquella noche mágica recordamos hoy a la Inolvidable de una forma muy especial. Gracias, Loyola, por todas las alegrías que tu generosidad sin límites nos ha proporcionado.
Sevilla, 31 de julio de 2007
Festividad de san Ignacio de Loyolapor Joaquín Domínguez Pereira