13 diciembre 2010

Artículo de Ana Palacio a su hermana Loyola

LOYOLA. Loyola, sin más, porque ella sola llenaba un nombre. Un nombre que se ha desbordado en lágrimas; en pesar por su pérdida. En marea de respeto espontáneo. Un auténtico fenómeno social. Un nombre que, con su muerte, han hecho suyo tantos españoles, tantos europeos, como referente de valores.

Desde la compleja complicidad que entretejió nuestras vidas, estos días me ha venido reiteradamente a la memoria una anécdota que hoy cobra un significado simbólico.

Mi recuerdo se ancla en una tarde en que, como tantas veces, hacíamos los deberes después del colegio compartiendo mesa, y yo protestaba ante la letanía de un «rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa» que Loyola se esforzaba en memorizar, en voz alta y a zancadas por la habitación. Empezaba con el latín, luego tenía diez años.

La estoy viendo, larguirucha todavía entonces, con un halo de fragilidad que en su época adulta pocas veces afloraba, y que volvió a ella en el momento de su muerte. Supongo que en parte para amainarme, me pidió que le ayudara dándole la réplica en unos versos que tenía que aprender. En aquellos tiempos, y en particular en el Liceo Francés en el que ambas nos formamos, el sistema educativo marcaba énfasis en la memorización de textos, sobre todo prosa literaria y poesía, que solía dar lugar a representaciones cortas, entremeses de aficionado sobre la tarima, con el encerado de fondo y nuestros compañeros de clase como público; ejercicios de retórica que tanto nos ayudaron a superar las dificultades que hablar en público conlleva, y que nos han proporcionado un rico bagaje de citas para acompañar la vida (cuántas veces al recodo de alguna intervención o incidente en el Parlamento Europeo, Loyola desde su asiento de vicepresidenta de la Comisión, se giraba en dirección a mi escaño, y en el movimiento de sus labios, entre dos sonrisas, podía yo leer el fragmento de Moli_re, Montaigne, Lope o Unamuno que también a mí me había venido a la memoria).

Se trataba aquel día, pues, de unos versos de Lafontaine: «Le Chêne et le Roseau» (El roble y el junco), sin duda una joya de entre sus fábulas. -«Tú hazme de junco, que yo soy el roble». Y al contraluz del atardecer, con su falda gris tableada y los brazos en cruz en metáfora de frondosas ramas («Cependant que mon front, au Caucase pareil,/ Non content d´arrêter les rayons du soleil,/ Brave l´effort de la tempête» -Mientras mi frente, semejante al Caucaso,/ No se contenta con detener los rayos del sol,/ Sino que arrostra la furia de la tempestad-), Loyola desgranaba verso tras verso, con los tropiezos lógicos: -«tout me semble... Ana, ¿qué viene después? Pero dime sólo una palabra...» que le hacían apretar los puños y subir el volumen de la voz.

Aprovechando las interrupciones, le pregunté insistentemente por qué se había pedido ser el roble, cuando el roble lo acababa arrancando el viento («Du bout de l´horizon accourt avec furie/ Le plus terrible des enfants/ Que le Nord eût portés jusque-là dans ses flancs./ (...) Et fait si bien qu´il déracine/ Celui de qui la tête au Ciel était voisine/ Et dont les pieds touchaient à l´Empire des Morts» -Del fondo del horizonte acude con furia/ El más terrible de los hijos/ Que el viento jamás llevó en su seno/ (...) Y termina desarraigando/ Aquel cuya cabeza al Cielo alcanzaba/ y cuyos pies se hundían próximos al Imperio de los Muertos-.

Loyola parecía no escucharme, hasta que, aprendido el fragmento, con amago de reverencia de fin de función ante su invisible público, y en tono no exento de desafío, me espetó un «es que yo, en la vida, quiero ser roble», antes de desaparecer, supongo que rumbo a la cocina pues para entonces ya era hora de cenar.

Ha sido roble. Y la tempestad del cáncer nos la ha desarraigado. Y el fenómeno social al que estamos asistiendo, los numerosos actos en homenaje de Loyola organizados desde el común en los más diversos puntos de España y Europa, las miles de personas que espontáneamente acuden a rendirle reconocimiento, responden con la clarividencia inexorable del pueblo, con la profunda sabiduría colectiva, a cada uno de estos símbolos.

Loyola se vio inmersa súbitamente en la terrible experiencia que es el cáncer. Y se adentró en ese viaje iniciático con la firmeza que la caracterizaba (desde Houston llegó, rotundo, su «esta batalla también la daré»). Y en su travesía de Ulises, corta pero cuán intensa, soportó soles abrasadores y pociones sin fin en su gesta por vencer a Circe. Y bajó a la morada de Hades. Y durante la singladura, su alegría de vivir (sin lugar a dudas uno de los rasgos destacados de su carácter) suplió el haber recibido del Rey de los Vientos la bolsa que los contiene todos, excepto el que a Ítaca lleva.

Loyola ha pasado así a simbolizar la experiencia del cáncer, tan presente en nuestra sociedad actual, ese viaje al que muchos nos hemos visto abocados y que, vivido como ella, saca lo mejor de nosotros al enfrentarnos a nuestros límites -los conocidos y los que nunca imaginamos-, a nuestros temores y a nuestras creencias, a nuestras certezas y a nuestras dudas. Loyola es hoy el cáncer vivido en plenitud, de frente, sin aceptarlo como estigma. Erguida como el roble.

El otro venero profundo que ayer afloró en el multitudinario homenaje de la Almudena tiene que ver con ese «erguida como el roble» que caracterizó su tránsito por la vida, y en particular la vida política.

En Loyola tirios y troyanos reconocen hoy la valentía en la defensa de las ideas y los ideales, ese no dejarse llevar por las lentejuelas de los sondeos de opinión que en más de una ocasión la situó en incómodas posiciones minoritarias. Loyola es hoy símbolo de coherencia: una trayectoria que no varió en sus fundamentos desde su bautizo político cuando, pocos días después de la muerte de Franco, participó en un programa en la televisión francesa sobre la España del futuro. Y reconocen su idea clara de España, de la España plural a cuya Euskadi ella se identificaba (en la familia, vascos pero no euscaldunes, Loyola fue la primera en aprender la lengua que tanto la unía con la tierra). Del lugar de España en Europa, del ser europeo de España, desde la rabia infantil de aquel Liceo Francés en donde tantas veces escuchábamos que Europa terminaba en los Pirineos.

Y la opinión pública, el pueblo, en este reconocimiento, dejan aflorar un confuso pero intenso sentido de carencia, pues bajo el aparente hedonismo de nuestra sociedad, existe una sed profunda de certezas, de arraigo, de referentes, de España. Porque oscura pero determinadamente sabemos que este común que somos, que conforma España, es depositario en la historia del sentido de nuestra vivencia personal.

Así, Loyola, es ya hoy y para siempre el roble que enraizado en el Imperio de los Muertos alza su copa en el cielo que los colectivos humanos reservan sólo a los mejores.
ANA PALACIO

Leer en Fuente original: ABC