03 enero 2007

Inolvidable Loyola de palacio


Por J. Manuel Areces

Los españoles somos muy dados, por cuestiones de apariencia, a escribir hermosos obituarios, o como mínimo, a tener una palabra decente hasta para nuestros peores enemigos cuando se nos van. Supongo que puedan ser restos genéticos de aquellos tiempos en los que la honra y las buenas maneras ejercían su imperio, tiempos muy lejanos a la época que vivimos, aunque aún nos quede aquello de que lo cortés no quita lo valiente.

Tener un recuerdo para Loyola de Palacio no será en mi caso un esfuerzo de imaginación pues es pública mi admiración por esa mujer, fiel símbolo de lo que tiene y debe ser un español de bien. Loyola siempre fue un ejemplo para mí sobre la manera en que se deben afrontar las dificultades, Loyola tuvo en otra vida que haber estado sin duda al frente de algún tercio, luchando en Flandes, asaltando navíos berberiscos o persiguiendo al luterano. Y muestra de ello es que en esta vida también lo hizo, con valentía, con tesón y con una dureza sin finuras, pero también sin las imposturas al uso de las féminas de cuota. Porque Loyola nunca reclamó el derecho a una cuota de poder en función a su sexo, lo que tuvo lo gano a pulso, con el sudor de su frente y demostrando que la inteligencia y los redaños son la única manera de prosperar hasta las más altas magistraturas. Loyola por tanto, como mujer, fue un ejemplo para su sexo, nunca precisó de maquillajes, ni de guardarropas kilométricos para aderezar su valía o su inteligencia, como tampoco precisó jamás del recurso al victimismo, eso jamás, porque ella era gallarda en extremo, y su mejor vestido siempre fue la dialéctica clara, limpia y bien argumentada, el peso de los hechos frente a las banalidades y arquetipos vacíos de sus oponentes.

Para una política de raza, obstinada como era ella, no merecía la pena un día que naciera sin una batalla que luchar: Loyola se desayunó en una mañana al terrible y temido comisario Fiescheler, aderezado con aceite de Oliva en una almazara de Jaén. Puso en su sitio a Italianos y griegos en la batalla del aceite de oliva, y con una sonrisa en la boca descolocaba al sindicalista agrario más pintado. -Per aspera ad astra-, ella solo concebía la vida de una manera: por la dificultad hacia las estrellas, lo fácil no es merecido, no debe considerarse digno de currículo. Buena nota deben tomar muchos de los aficionados que hoy se manejan en la política porque esta mujer siempre trabajo con dos convicciones y en este orden, España y el partido. España y siempre España por delante; porque el servicio público solo puede ejercerse con cierta decencia al servicio de la nación, y de nada más, y menos de los intereses personales, por eso esta mujer era de bandera en toda la extensión del termino, y jamás se pudo esgrimir contra ella ni el más minúsculo escándalo por más que lo intentaran los sociatas de turno.

España pierde una de las pocas personas verdaderamente ejemplares en nuestra vida pública, una defensora de la nación, una mujer sin tacha, porque Loyola amaba a España sin tapujos ni condiciones, sin las vergüenzas tan típicas de la derecha, como hay que amar; consciente de sus defectos y de sus virtudes, pero sin cejar ni un minuto en el rumbo firme que llevaba, hacer nuestra tierra mejor y más grande. Vivió la vida como solo se puede vivir, con intensidad, empeñándolo todo y con honra. El Partido Popular hoy queda un poco huérfano cuando más la necesita, pero ella estará contenta a buen seguro, porque nunca miró atrás y solo se preocupo por el futuro, con lo que debe estar al frente de un negociado o un ministerio allá arriba, poniendo en su sitio a querubines, serafines y arcángeles con el fin de ponerlos a trabajar un poco más por su amada España que tanto lo necesita. A buen seguro, que Loyola ya se ha puesto en contacto con Santiago Apostol y la Virgen del Pilar, para ponerse manos a la obra, que nadie lo dude. Estemos tranquilos por tanto, que Loyola no nos ha abandonado aún.